
Un iluminado abismo: “Detrás del acantilado”, de Alejandra del Río
Cada texto acá tiene su propio y particular hablante, que se mueve desde humanidades primordiales hasta espacios absolutamente propios y contemporáneos.
Se puede hacer infinidad de relaciones entre arte y sueño, desde la fácil asimilación entre el mundo onírico y la esperanza hasta la intrincada síntesis que ansiaban los surrealistas entre la vigilia y ese otro lugar. Cuestión de fe, al fin, ya que el sueño puede verse con menos florituras, desde el lado más acá del arte, como una vivencia tan netamente personal que solo podemos enfrentar, desde el momento del despertar, con el pudor que merece lo callado, lo propio, algo que ni siquiera tuvo lugar. Incluso algo en nosotros pone el obstáculo indispensable en la memoria para que no evoquemos algo demasiado perturbador y podamos avanzar hacia el día sin morirnos de miedo.
Se trata de una barrera difícil: más allá está el abismo, un mar primordial y amenazante. Alejandra del Río (Santiago, 1972) decide componer este libro, Detrás del acantilado (Santiago: Rumbos Editores, 2025), desde ese más allá, asumiendo todo el peso de lo impúdico de esa operación. La invitación que hace no es al tránsito sobre el suelo, ese lugar en que decidimos dónde, cómo y cuándo poner el pie, sino que hacia esa casi imposible navegación que no puede sino caer en la deriva, en el momento en que el propio cuerpo, sin cascarón ni velamen, tiene que abandonar la ansiada dirección (el sentido).

Bien, vamos seguros suponiendo que la navegación, tanto como la natación, son para nosotros, si no ciencias, al menos técnicas. Pero Del Río no le habla a este nosotros con minúscula, sino que al Nosotros primordial, el que aún continúa moldeando la vida (post)moderna desde un lugar oscuro, bajo las mareas y las corrientes. Así, a través de los textos se reiteran las señales de una humanidad que habita un momento proto-histórico, un instante en que aún se comprende la necesidad del ritual y se asimila la violencia como elemento fundamental de la experiencia común. Así, el título remite al sueño que abre el libro, en que la hablante rememora su papel de víctima sacrificial:
Al borde de un precipicio. Visto joyas de turquesa y jade (…) No tengo pechos, no tengo vellos, soy una niña (…) Soy hermosa, la gente me mira y espera grandes cosas de mí. Espera que los sane, que el mundo vuelva a ser como antes. El sol me saluda, el viento me toca. Y una mano me toca también. Una mano que me empuja. Caigo. Caigo al pozo del sacrificio. Entro en el agua como quien entra al futuro. Pesa el jade, pesa la turquesa, pesa mi belleza. Y me ahogo, por los míos me ahogo. (El Sacrificio, p. 23)
Nuestra víctima ha tenido una toma de conciencia profunda de su rol sagrado, separado del mundo, en ese peso físico que marca su caída. Asumimos que es desde ese mar, puro futuro, que este hablante se dirigirá a nosotros en los textos que siguen. Pero no: esta niña se ha ahogado. Acá ya no hay Una que hable.
Cada texto acá tiene su propio y particular hablante, que se mueve desde humanidades primordiales hasta espacios absolutamente propios y contemporáneos. Se trata de una variedad de ámbitos que hacen resaltar esta dimensión impúdica: la deriva del sueño puede hacernos ver a los monstruos bajo la cama, a los familiares, a los compañeros en el oficio poético, a ex-parejas, a cantantes o actores de Hollywood, a maestros y hasta a Dios ocupando el mismo escenario, uno que sabe plasmarse de forma claramente distinta cada vez, en un dibujo cuidado y pauteado de imágenes. La composición y disposición de cada elemento y personaje es llevada a la lectura a través de unidades en general breves, compuestas con unidades sonoras estrictas para que el efecto “de verso” forme de a poco las imágenes y sepa reproducir lo súbito de la secuencia onírica. Esto induce a que caigamos fácilmente en el arduo pacto de fe que supone una escritura que no aspira a plasmar la tranquilizadora y convenida realidad de afuera, sino la proyección de un interior tan inquietante -o bien, a veces, asombrosamente irónico- que sabe hacérsenos tanto más real.
Esta realidad elevada a una nueva relación con el lector (a través de un pacto narrativo llevado a sus extremos) no puede sino llevarnos de vuelta al sueño del sacrificio. La víctima de ese sacrificio no es sencillamente un elemento que debe participar de un cierto acto y ser llevado a un lugar, es además ella misma la señal de ese lugar, es además el acto mismo y su motivación. Esa extrema relación, no puede sino ser equiparada a la función mítica de la poesía -el oficio del vate-, en cuanto umbral de conocimientos inefables que aseguran la posibilidad de un saber y un habitar comunes.
Esto supone asimilar y desplegar imágenes del poder. En su carácter más transhistórico y propio de la búsqueda personal, hallamos la apelación a lo divino, precisamente desde una petición a los pies de los Maestros (El apodo de Dios, p. 55) en un escenario marcado por la presencia de la amenaza enorme de lo sagrado, que al fin del libro parece mostrar su otra cara, la de la infinita escucha desde el Trono (Visión de la gracia, 77) que resulta en la realización de una obra alquímica en que el sujeto parece haber desaparecido, ya hecho un latido más que viene desde un corazón absoluto.
Y con todo, la presencia de un poder humano y actual deja una marca duradera en estos sueños, y marca a la comunidad de la que habla como la chilena del último medio siglo. La evocación del padre, asociada a una actividad política definida por el riesgo y el sigilo, se deja ver a través de Detrás del acantilado como una poderosa huella en esta deriva; y de manera análoga a la apelación divina, pasa desde la amenaza inherente de la persecución (Arrancar descalza, 39) y la labor clandestina (Clandestinos, 48; La amenaza, 49) hasta la fantasía del triunfo universal del socialismo (Si tan solo Trotski, p. 75). El movimiento de reconciliación trascendente del hablante solo puede pasar por la reconciliación inmanente de la comunidad en la que se enmarca su vida, por un abrazo festivo con su pasado.
Pareciera que se cierra un círculo, pero en verdad, la multiplicidad de hablantes, la radical diversidad de escenarios y disposiciones de cada uno de estos cincuenta sueños, indica que este soñador no es sencillamente el guardián del umbral de lo inefable (como quizás con mucha esperanza supusieron los románticos), sino un humilde sirviente puesto en un cruce de caminos para indicar hacia dónde ir, pero al que no le han dado jamás el mapa o indicación alguna, tan solo señales incompletas como los peluches apolillados que debe cuidar mientras duerme: los juguetes de los poetas (Noche de poetas, p. 66). Esta soñadora puede haber hallado algunas respuestas a sus preguntas, pero el lector se encontrará con la sensación, previa a todo diálogo, de estar frente a un mundo que guarda toda la incertidumbre y lo tembloroso de la vivencia humana más abismal, forjado -salve la paradoja- con la seguridad de trazo y de mirada de una de las mejores escritoras vivas de nuestro país.
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