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“Un completo desconocido”, el musical estadounidense sobre Bob Dylan: un fantasma con guitarra

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No ofrece certezas, no pretende resolver el enigma Dylan, más bien lo celebra, lo abraza, lo expande, nos recuerda que algunos artistas no son para entenderlos, sino para seguirlos, oír su voz, como un trueno lejano, como un riff de guitarra y armónica que se escapan en la noche.


“Mama, take this badge off of me”.
Knockin’ On Heaven’s Door

La biopic Un completo desconocido, dirigida por James Mangold, no pretende narrar fielmente la biografía de Bob Dylan, tampoco podría. Dylan, ese muchacho de Minnesota que se desliza como espectro entre la bruma de las autopistas y el humo del Greenwich Village, se resiste a cualquier forma de confinamiento narrativo, no hay manera de estructurar su vida bajo un relato clásico. Como si cada intento por definirlo fuese otro acorde perdido en el viento, el director privilegia la verdad emocional por sobre la cronología, la metáfora por sobre el dato, la ficción poética por sobre la historia oficial.

La cámara persigue al mito, pero Dylan escapa, lo hace como siempre lo ha hecho; con ironía, con disonancias, con esa habilidad de prestidigitador para reconfigurar su identidad según el escenario.

Dylan resistió ser el profeta de una generación que ansiaba respuestas y orientación, encarna el arquetipo del viajero espiritual que huye del encasillamiento, su trayecto por la historia musical no es solo un tránsito físico, sino una evolución conceptual, es el eterno forastero que no puede ser contenido ni por las estructuras de la industria ni por las expectativas de su tiempo. Su llegada a Nueva York como homeless es un ritual de pasaje que lo enfrenta a su propio mito en formación, Dylan ha inventado su propio pasado.

Se abre camino sin rumbo fijo, viviendo como un schnorrer (viviendo de prestado), sabiendo que su búsqueda interior radica en la continua negación de lo establecido, su leit motiv no es solo musical, sino existencial; se transforma en el reflejo de una época que vibra entre el cambio y la tradición.

La peli nos muestra el viaje mítico de Dylan no solo como un recorrido físico, sino como una transformación interna en los Estados Unidos de los años 60, en plena convulsión política, social y artística, un escenario perfecto para la irrupción de un nuevo profeta para el mundo beatnik, por cierto los mitos comparten arquetipos, como la figura del héroe y su aventura.

Dylan rechaza los badges y etiquetas, los esquiva con destreza, la película sugiere que su alma pertenece más a la carretera con su moto Thriumph Bonneville T100 que a los auditorios, más a la poesía beat que a las multitudes que le aclaman, correr el cerco cultural y musical con su esencia eléctrica no está solo en su música, sino en la forma en que su arte se resiste a ser clasificado.

La mística del poeta errante

Timothée Chalamet encarna a Dylan no como un personaje cerrado, sino como un campo de tensiones, no lo imita, lo interpreta, no lo representa, lo invoca. Eso permite que la película se desmarque del biopic convencional para transformarse en una especie de poema visual, donde la narrativa se pliega a la lógica de la canción, de la divagación, del collage.

Dylan es el paradigma del artista posmoderno, es un hombre fragmentado, autorreferente, siempre en devenir, como Whitman, contiene multitudes, como Kerouac, se lanza a la carretera sin garantías, como Rimbaud, dispara con la palabra, como todos ellos, entiende que el arte no está en la forma cerrada sino en la apertura, en el gesto de fuga.

La película nos lleva a los días en que el muchacho Zimmerman llega a Nueva York, una ciudad que respira folk y poesía, donde Woody Guthrie es la brújula y Pete Seeger el guardián de un sueño que Dylan está destinado a pulverizar. Entre cafés oscuros y callejones con aroma a cigarros, el joven músico absorbe cada nota, cada palabra que resuena en la escena folk.

La película recrea con maestría la atmósfera bohemia del barrio “donde los misterios son misterios bellos y entretenidos”, donde Bob empieza a tejer su propia mitología. Sin embargo, como todo verdadero poeta, Dylan entiende que la identidad es una máscara que se ajusta y se transforma con el tiempo, su mirada, siempre elusiva, parece decirnos que su historia es solo un cuento más, que su verdadero ser se esconde entre los versos de sus canciones.

Si analizamos a Dylan desde una perspectiva filosófica, encontramos en él el dilema de la autenticidad. ¿Hasta qué punto una identidad artística es una construcción? Su figura se enmarca en la tradición de los poetas malditos que desafían las normas de su época para reinventarse constantemente, la construcción del personaje es una fase obligada del mito. Dylan deviene un Rimbaud con guitarra, reversiona a un Jack Kerouac con su disco The Freewheelin, que en lugar de callarse decide amplificarse, resistiéndose sin embargo a ser etiquetado como un cantante de protesta. La película nos muestra a un Dylan que juega con su mito, consciente de que cada relato es una versión de sí mismo.

Newport 1965, el relámpago eléctrico

El punto de inflexión llega en Newport, el festival de 1965, uno de los momentos más intensos del film, representa mucho más que una transición estética; es una ruptura simbólica, un acto de transgresión ritual, Dylan aparece con su guitarra eléctrica y con ella dinamita el canon folk. La escena, aunque sobreactuada, captura la violencia simbólica del momento; un Dylan con chaqueta de cuero, impasible, enfrentando a una audiencia dividida entre la reverencia y la traición.

El uso de la guitarra eléctrica no es un capricho estilístico, es una declaración estética y política, Dylan deja atrás el purismo para abrazar la contaminación sonora, el mestizaje, la transgresión.

Mangold traduce ese gesto en una escena casi mitológica, donde el ruido de los acordes se mezcla con el rugido de una época que cambia, allí, la revolución se hace tangible en los primeros acordes de ‘Like a Rolling Stone’.

Desde una lectura cinematográfica, este episodio funciona como un nodo de tensión narrativa, es el equivalente al clímax en una tragedia griega; el momento en que el héroe se enfrenta a su destino, no para aceptarlo sino para desafiarlo, Dylan no quiere ser portavoz de una generación y sin embargo lo es, no quiere ser un ícono, pero su negación lo vuelve más icónico aún.

Desde un punto de vista histórico, Newport 1965 simboliza el choque entre la tradición y la modernidad, entre la ortodoxia y la innovación, Dylan no solo cambia de estilo musical, sino que altera la dinámica de un movimiento que hasta entonces se había visto como puro e inmutable, su decisión de traer de Londres una guitarra eléctrica no es un acto de rebeldía gratuita, sino una afirmación de que la música, como la vida, está en constante transformación, Newport se convierte en una metáfora de la resistencia al cambio.

La reacción del público sobreactuada, revela la dificultad de aceptar que los ídolos también evolucionan, que la esencia de Dylan no está en la fidelidad a un género, sino en su incesante metamorfosis y búsqueda de sentido y fidelidad a sí mismo.

El hombre que contiene multitudes

La esencia de Dylan es su constante metamorfosis, como un camaleón poético, su vida es una serie de huidas y reinvenciones, tal vez porque, en el fondo, ni él mismo se conoce del todo.

Desde una óptica literaria, Dylan es el paradigma del poeta posmoderno. Su obra encarna la fragmentación, la multiplicidad de voces, el rechazo a una única verdad absoluta. La película sugiere que su identidad no es fija, sino un fractal de influencias y experiencias en constante reescritura.

Como en el ‘Canto a mí mismo’ de Whitman, Dylan se presenta como un ser que contiene multitudes, la cinta nos recuerda que su genialidad radica en esa paradoja; un desconocido completo, cuya voz resuena en cada rincón de la historia musical gracias a su increíble creatividad como escritor y también como músico.

Dylan no es solo un ícono del siglo XX, sino un faro que ilumina el siglo XXI y su vértigo, sus letras, llenas de simbolismo y agudas observaciones sobre el poder, la alienación y la lucha individual, resuenan en las crisis actuales, su idea era la de viajar hacia la poesía por su capacidad y eficacia en condensar las emociones humanas. En una era saturada de información y sobreexposición mediática, su poesía nos recuerda el valor de la introspección y la autenticidad, canciones como ‘The Times They Are A-Changin’ siguen siendo himnos de cambio, reinterpretados por nuevas generaciones que encuentran en Dylan un portavoz atemporal.

A Complete Unknown no ofrece certezas, no pretende resolver el enigma Dylan, más bien lo celebra, lo abraza, lo expande, nos recuerda que algunos artistas no son para entenderlos, sino para seguirlos, oír su voz, como un trueno lejano, como un riff de guitarra y armónica que se escapan en la noche, porque al final, su canto sigue flotando, como un viento que nunca termina de soplar. En la última escena, cuando el rugido de la audiencia se apaga y la guitarra queda suspendida en el vacío, entendemos la única verdad posible; Bob Dylan nunca ha sido de nadie, ni siquiera de sí mismo. Ahí radica su mayor poesía.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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